El
Miércoles 7 de enero dos yihadistas entraron en las oficinas del
semanario satírico francés “Charlie Hebdo” para llevar a cabo
una matanza contra sus periodistas. En
el ataque, fallecieron doce personas: once en el interior de la sede
del semanario y un policía en el exterior, pero
los terroristas consiguieron escapar. Su búsqueda mantuvo en vilo a
toda Francia, llegando a desplegar más de 80.000 policías. Los
hermanos Kouachi se ocultaron en una imprenta a a más de 30
kilómetros de París. Otro yihadista, Coulibaly, se atrinchero en una
tienda judía con rehenes, amenazando con su inmolación. Finalmente
tras 48 horas de terror, casi simultáneamente se abatió a los
terroristas. Cinco personas más murieron.
Lo
que han visto nuestros ojos esta semana es un nuevo referente de
terrorismo islámico. No solo vienen a Europa a atacarnos, sino que
entran dentro de una revista para matar a sus redactores. La
sensación de impotencia ante tal acto es sobrecogedora. Además, van
a atacar a periodistas que ejercen su derecho de libertad de
expresión. Todo a raíz de unas caricaturas a Mahoma en 2006, que ha
acabado con la matanza de esta semana en París. Callar a las
personas a base de Kaláshnikov, ¿Dónde está el límite de estos
monstruos? La reacción ha sido abrumadora, más de un millón de
personas en las calles de París.
Ellos
tendrán armas, bombas y toda la munición que puedan imaginar, pero
es totalmente irrisorio comparado con la cooperación mundial, la
masa humana que formamos en contra de estos acto terroristas. “Je
suis Charlie” deberíamos llevarlo grabados todos a fuego en
nuestra alma, no solo por las victimas, sino porque es un momento
histórico que nos ha hecho ver la importancia de la libertad de expresión, que no puede ser callada por nadie y nunca lo será.